Monday Aug 12, 2024
El hábil cazador
Érase una vez un muchacho que había aprendido el oficio de cerrajero. Un día dijo a su padre que deseaba correr mundo y buscar fortuna.
- Muy bien -respondióle el padre-; no tengo inconveniente -. Y le dio un poco de dinero para el viaje. Y el chico se marchó a buscar trabajo. Al cabo de un tiempo se cansó de su profesión, y la abandonó para hacerse cazador. En el curso de sus andanzas encontróse con un cazador, vestido de verde, que le preguntó de dónde venía y adónde se dirigía. El mozo le contó que era cerrajero, pero que no le gustaba el oficio, y sí, en cambio, el de cazador, por lo cual le rogaba que lo tomase de aprendiz.
- De mil amores, con tal que te vengas conmigo -dijo el hombre. Y el muchacho se pasó varios años a su lado aprendiendo el arte de la montería. Luego quiso seguir por su cuenta y su maestro, por todo salario, le dio una escopeta, la cual, empero, tenía la virtud de no errar nunca la puntería. Marchóse, pues, el mozo y llegó a un bosque inmenso, que no podía recorrerse en un día. Al anochecer encaramóse a un alto árbol para ponerse a resguardo de las fieras; hacia medianoche parecióle ver brillar a lo lejos una lucecita a través de las ramas, y se fijó bien en ella para no desorientarse. Para asegurarse, se quitó el se quitó el sombrero y lo lanzó en dirección del lugar donde aparecía la luz, con objeto de que le sirviese de señal cuando hubiese bajado del árbol. Ya en tierra, encaminóse hacia el sombrero y siguió avanzando en línea recta. A medida que caminaba, la luz era más fuerte, y al estar cerca de ella vio que se trataba de una gran hoguera, y que tres gigantes sentados junto a ella se ocupaban en asar un buey que tenían sobre un asador. Decía uno:
- Voy a probar cómo está -. Arrancó un trozo, y ya se disponía a llevárselo a la boca cuando, de un disparo, el cazador se lo hizo volar de la mano.
- ¡Caramba! -exclamó el gigante-, el viento se me lo ha llevado -, y cogió otro pedazo; pero al ir a morderlo, otra vez se lo quitó el cazador de la boca. Entonces el gigante, propinando un bofetón al que estaba junto a él, le dijo airado:
- ¿Por qué me quitas la carne?
- Yo no te la he quitado -replicó el otro-; habrá sido algún buen tirador.
El gigante cogió un tercer pedazo; pero tan pronto como lo tuvo en la mano, el cazador lo hizo volar también. Dijeron entonces los gigantes:
- Muy buen tirador ha de ser el que es capaz de quitar el bocado de la boca. ¡Cuánto favor nos haría un tipo así! -y gritaron-: Acércate, tirador; ven a sentarte junto al fuego con nosotros y hártate, nosotros y hártate, que no te haremos daño. Pero si no vienes y te pescamos, estás perdido.
Acercóse el cazador y les explicó que era del oficio, y que dondequiera que disparase con su escopeta estaba seguro de acertar el blanco. Propusiéronle que se uniese a ellos, diciéndole que saldría ganando, y luego le explicaron que a la salida del bosque había un gran río, y en su orilla opuesta se levantaba una torre donde moraba una bella princesa, que ellos proyectaban raptar.
- De acuerdo -respondió él-. No será empresa difícil.
Pero los gigantes agregaron:
- Hay una circunstancia que debe ser tenida en cuenta: vigila allí un perrillo que, en cuanto alguien se acerca, se pone a ladrar y despierta a toda la Corte; por culpa de él no podemos aproximarnos. ¿Te las arreglarías para matar el perro?
- Sí -replicó el cazador-; para mí, esto es un juego de niños.
Subióse a un barco y, navegando por el río, pronto llegó a la margen opuesta. En cuanto desembarcó, salióle el perrito al encuentro; pero antes de que pudiera ladrar, lo derribó de un tiro. Al verlo los gigantes se alegraron, dando ya por suya la princesa. Pero el cazador quería antes ver cómo estaban las cosas, y les dijo que se quedaran fuera hasta que él los llamase. Entró en el palacio, donde reinaba un silencio absoluto, pues todo el mundo dormía. Al abrir la puerta de la primera sala vio, colgando en vio, colgando en la pared, un sable de plata maciza que tenía grabados una estrella de oro y el nombre del Rey; a su lado, sobre una mesa, había una carta lacrada. Abrióla y leyó en ella que quien dispusiera de aquel sable podría quitar la vida a todo el que se pusiese a su alcance. Descolgando el arma, se la ciñó y prosiguió avanzando. Llegó luego a la habitación donde dormía la princesa, la cual era tan hermosa que él se quedó contemplándola, como petrificado. Pensó entonces: "¡Cómo voy a permitir que esta inocente doncella caiga en manos de unos desalmados gigantes, que tan malas intenciones llevan!". Mirando a su alrededor, descubrió, al pie de la cama, un par de zapatillas; la derecha tenía bordado el nombre del Rey y una estrella; y la izquierda, el de la princesa, asimismo con una estrella. También llevaba la doncella una gran bufanda de seda, y, bordados en oro, los nombres del Rey y el suyo, a derecha e izquierda respectivamente. Tomando el cazador unas tijeras, cortó el borde derecho y se lo metió en el morral, y luego guardóse en él la zapatilla derecha, la que llevaba el nombre del Rey. La princesa seguía durmiendo, envuelta en su camisa; el hombre cortó también un trocito de ella y lo puso con los otros objetos; y todo lo hizo sin tocar a la muchacha. Salió luego, cuidando de no despertarla, y, al llegar a al llegar a la puerta, encontró a los gigantes que lo aguardaban, seguros de que traería a la princesa. Gritóles él que entrasen, que la princesa se hallaba ya en su poder. Pero como no podía abrir la puerta, debían introducirse por un agujero. Al asomar el primero, lo agarró el cazador por el cabello, le cortó la cabeza de un sablazo y luego tiró el cuerpo hasta que lo tuvo en el interior. Llamó luego al segundo y repitió la operación. Hizo lo mismo con el tercero, y quedó contentísimo de haber podido salvar a la princesa de sus enemigos. Finalmente, cortó las lenguas de las tres cabezas y se las guardó en el morral. "Volveré a casa y enseñaré a mi padre lo que he hecho -pensó-. Luego reanudaré mis correrías. No me faltará la protección de Dios".
Al despertarse el Rey en el palacio, vio los cuerpos de los tres gigantes decapitados. Entró luego en la habitación de su hija, la despertó y le preguntó quién podía haber dado muerte a aquellos monstruos.
- No lo sé, padre mío -respondió ella-. He dormido toda la noche.
Saltó de la cama, y, al ir a calzarse las zapatillas, notó que había desaparecido la del pie derecho; y entonces se dio cuenta también de que le habían cortado el extremo derecho de la bufanda y un trocito de la camisa. Mandó el Rey que se reuniese toda la Corte, con todos los soldados todos los soldados de palacio, y preguntó quién había salvado a su hija y dado muerte a los gigantes. Y adelantándose un capitán, hombre muy feo y, además, tuerto afirmó que él era el autor de la hazaña. Díjole entonces el anciano rey que, en pago de su heroicidad, se casaría con la princesa; pero ésta dijo:
- Padre mío, antes que casarme con este hombre prefiero marcharme a vagar por el mundo hasta donde puedan llevarme las piernas.
A lo cual respondió el Rey que si se negaba a aceptar al capitán por marido, se despojase de los vestidos de princesa, se vistiera de campesina y abandonase el palacio. Iría a un alfarero y abriría un comercio de cacharrería. Quitóse la doncella sus lujosos vestidos, se fue a casa de un alfarero y le pidió a crédito un surtido de objetos de barro, prometiéndole pagárselos aquella misma noche si había logrado venderlos. Dispuso el Rey que instalase su puesto en una esquina, y luego mandó a unos campesinos que pasasen con sus carros por encima de su mercancía y la redujesen a pedazos. Y, así, cuando la princesa tuvo expuesto su género en la calle, llegaron los carros e hicieron trizas de todo. Prorrumpió a llorar la muchacha, exclamando:
- ¡Dios mío, cómo pagaré ahora al alfarero!
El Rey había hecho aquello para obligar a su hija a aceptar al capitán. Mas ella se fue a ver al propietario de la mercancía y le mercancía y le pidió que le fiase otra partida. El hombre se negó: antes tenía que pagarle la primera. Acudió la princesa a su padre y, entre lágrimas y gemidos, le dijo que quería irse por el mundo. Contestó el Rey:
- Mandaré construirte una casita en el bosque, y en ella te pasarás la vida cocinando para todos los viandantes, pero sin aceptar dinero de nadie.
Cuando ya la casita estuvo terminada, colgaron en la puerta un rótulo que decía: "Hoy, gratis; mañana, pagando". Y allí se pasó la princesa largo tiempo, y pronto corrió la voz de que habitaba allí una doncella que cocinaba gratis, según anunciaba un rótulo colgado de la puerta. Llegó la noticia a oídos de nuestro cazador, el cual pensó:
"Esto me convendría, pues soy pobre y no tengo blanca", y, cargando con su escopeta y su mochila, donde seguía guardando lo que se había llevado del palacio, fuese al bosque. No tardó en descubrir la casita con el letrero: "Hoy, gratis; mañana, pagando". Llevaba al cinto el sable con que cortara la cabeza a los gigantes, y así entró en la casa y pidió de comer. Encantóle el aspecto de la muchacha, pues era bellísima, y al preguntarle ella de dónde venía y adónde se dirigía, díjole el cazador:
- Voy errante por el mundo.
Preguntóle ella a continuación de dónde había sacado aquel sable que llevaba grabado el nombre de su padre, y el cazador, a su cazador, a su vez, quiso saber si era la hija del Rey.
- Sí -contestó la princesa.
- Pues con este sable -dijo entonces el cazador- corté la cabeza a los tres gigantes -y, en prueba de su afirmación, sacó de la mochila las tres lenguas, mostrándole a continuación la zapatilla, el borde del pañuelo y el trocito de la camisa. Ella, loca de alegría, comprendió que se hallaba en presencia de su salvador. Dirigiéndose juntos a palacio y, llamando la princesa al anciano rey, llevólo a su aposento donde le dijo que el cazador era el hombre que la había salvado de los gigantes. Al ver el Rey las pruebas, no pudiendo ya dudar por más tiempo, quiso saber cómo había ocurrido el hecho, y le dijo que le otorgaba la mano de su hija, por lo cual se puso muy contenta la muchacha. Vistiéronlo como si fuese un noble extranjero, y el Rey organizó un banquete. En la mesa colocóse el capitán a la izquierda de la princesa y el cazador a la derecha, suponiendo aquél que se trataba de algún príncipe forastero.
Cuando hubieron comido y bebido, dijo el anciano rey al capitán, que quería plantearle un enigma: Si un individuo que afirmaba haber dado muerte a tres gigantes hubiese de declarar dónde estaban las lenguas de sus víctimas, ¿qué diría, al comprobar que no estaban en las respectivas bocas? Respondió el capitán:
- Pues que no tenían lengua.
- No es posible esto - es posible esto -replicó el Rey-, ya que todos los animales tienen lengua.
A continuación le preguntó qué merecía el que tratase de engañarlo. A lo que respondió el capitán:
- Merece ser descuartizado.
Replicóle entonces el Rey que acababa de pronunciar él mismo su sentencia, y, así, el hombre fue detenido y luego descuartizado, mientras la princesa se casaba con el cazador. Éste mandó a buscar a sus padres, los cuales vivieron felices al lado de su hijo, y, a la muerte del Rey, el joven heredó la corona.
- Muy bien -respondióle el padre-; no tengo inconveniente -. Y le dio un poco de dinero para el viaje. Y el chico se marchó a buscar trabajo. Al cabo de un tiempo se cansó de su profesión, y la abandonó para hacerse cazador. En el curso de sus andanzas encontróse con un cazador, vestido de verde, que le preguntó de dónde venía y adónde se dirigía. El mozo le contó que era cerrajero, pero que no le gustaba el oficio, y sí, en cambio, el de cazador, por lo cual le rogaba que lo tomase de aprendiz.
- De mil amores, con tal que te vengas conmigo -dijo el hombre. Y el muchacho se pasó varios años a su lado aprendiendo el arte de la montería. Luego quiso seguir por su cuenta y su maestro, por todo salario, le dio una escopeta, la cual, empero, tenía la virtud de no errar nunca la puntería. Marchóse, pues, el mozo y llegó a un bosque inmenso, que no podía recorrerse en un día. Al anochecer encaramóse a un alto árbol para ponerse a resguardo de las fieras; hacia medianoche parecióle ver brillar a lo lejos una lucecita a través de las ramas, y se fijó bien en ella para no desorientarse. Para asegurarse, se quitó el se quitó el sombrero y lo lanzó en dirección del lugar donde aparecía la luz, con objeto de que le sirviese de señal cuando hubiese bajado del árbol. Ya en tierra, encaminóse hacia el sombrero y siguió avanzando en línea recta. A medida que caminaba, la luz era más fuerte, y al estar cerca de ella vio que se trataba de una gran hoguera, y que tres gigantes sentados junto a ella se ocupaban en asar un buey que tenían sobre un asador. Decía uno:
- Voy a probar cómo está -. Arrancó un trozo, y ya se disponía a llevárselo a la boca cuando, de un disparo, el cazador se lo hizo volar de la mano.
- ¡Caramba! -exclamó el gigante-, el viento se me lo ha llevado -, y cogió otro pedazo; pero al ir a morderlo, otra vez se lo quitó el cazador de la boca. Entonces el gigante, propinando un bofetón al que estaba junto a él, le dijo airado:
- ¿Por qué me quitas la carne?
- Yo no te la he quitado -replicó el otro-; habrá sido algún buen tirador.
El gigante cogió un tercer pedazo; pero tan pronto como lo tuvo en la mano, el cazador lo hizo volar también. Dijeron entonces los gigantes:
- Muy buen tirador ha de ser el que es capaz de quitar el bocado de la boca. ¡Cuánto favor nos haría un tipo así! -y gritaron-: Acércate, tirador; ven a sentarte junto al fuego con nosotros y hártate, nosotros y hártate, que no te haremos daño. Pero si no vienes y te pescamos, estás perdido.
Acercóse el cazador y les explicó que era del oficio, y que dondequiera que disparase con su escopeta estaba seguro de acertar el blanco. Propusiéronle que se uniese a ellos, diciéndole que saldría ganando, y luego le explicaron que a la salida del bosque había un gran río, y en su orilla opuesta se levantaba una torre donde moraba una bella princesa, que ellos proyectaban raptar.
- De acuerdo -respondió él-. No será empresa difícil.
Pero los gigantes agregaron:
- Hay una circunstancia que debe ser tenida en cuenta: vigila allí un perrillo que, en cuanto alguien se acerca, se pone a ladrar y despierta a toda la Corte; por culpa de él no podemos aproximarnos. ¿Te las arreglarías para matar el perro?
- Sí -replicó el cazador-; para mí, esto es un juego de niños.
Subióse a un barco y, navegando por el río, pronto llegó a la margen opuesta. En cuanto desembarcó, salióle el perrito al encuentro; pero antes de que pudiera ladrar, lo derribó de un tiro. Al verlo los gigantes se alegraron, dando ya por suya la princesa. Pero el cazador quería antes ver cómo estaban las cosas, y les dijo que se quedaran fuera hasta que él los llamase. Entró en el palacio, donde reinaba un silencio absoluto, pues todo el mundo dormía. Al abrir la puerta de la primera sala vio, colgando en vio, colgando en la pared, un sable de plata maciza que tenía grabados una estrella de oro y el nombre del Rey; a su lado, sobre una mesa, había una carta lacrada. Abrióla y leyó en ella que quien dispusiera de aquel sable podría quitar la vida a todo el que se pusiese a su alcance. Descolgando el arma, se la ciñó y prosiguió avanzando. Llegó luego a la habitación donde dormía la princesa, la cual era tan hermosa que él se quedó contemplándola, como petrificado. Pensó entonces: "¡Cómo voy a permitir que esta inocente doncella caiga en manos de unos desalmados gigantes, que tan malas intenciones llevan!". Mirando a su alrededor, descubrió, al pie de la cama, un par de zapatillas; la derecha tenía bordado el nombre del Rey y una estrella; y la izquierda, el de la princesa, asimismo con una estrella. También llevaba la doncella una gran bufanda de seda, y, bordados en oro, los nombres del Rey y el suyo, a derecha e izquierda respectivamente. Tomando el cazador unas tijeras, cortó el borde derecho y se lo metió en el morral, y luego guardóse en él la zapatilla derecha, la que llevaba el nombre del Rey. La princesa seguía durmiendo, envuelta en su camisa; el hombre cortó también un trocito de ella y lo puso con los otros objetos; y todo lo hizo sin tocar a la muchacha. Salió luego, cuidando de no despertarla, y, al llegar a al llegar a la puerta, encontró a los gigantes que lo aguardaban, seguros de que traería a la princesa. Gritóles él que entrasen, que la princesa se hallaba ya en su poder. Pero como no podía abrir la puerta, debían introducirse por un agujero. Al asomar el primero, lo agarró el cazador por el cabello, le cortó la cabeza de un sablazo y luego tiró el cuerpo hasta que lo tuvo en el interior. Llamó luego al segundo y repitió la operación. Hizo lo mismo con el tercero, y quedó contentísimo de haber podido salvar a la princesa de sus enemigos. Finalmente, cortó las lenguas de las tres cabezas y se las guardó en el morral. "Volveré a casa y enseñaré a mi padre lo que he hecho -pensó-. Luego reanudaré mis correrías. No me faltará la protección de Dios".
Al despertarse el Rey en el palacio, vio los cuerpos de los tres gigantes decapitados. Entró luego en la habitación de su hija, la despertó y le preguntó quién podía haber dado muerte a aquellos monstruos.
- No lo sé, padre mío -respondió ella-. He dormido toda la noche.
Saltó de la cama, y, al ir a calzarse las zapatillas, notó que había desaparecido la del pie derecho; y entonces se dio cuenta también de que le habían cortado el extremo derecho de la bufanda y un trocito de la camisa. Mandó el Rey que se reuniese toda la Corte, con todos los soldados todos los soldados de palacio, y preguntó quién había salvado a su hija y dado muerte a los gigantes. Y adelantándose un capitán, hombre muy feo y, además, tuerto afirmó que él era el autor de la hazaña. Díjole entonces el anciano rey que, en pago de su heroicidad, se casaría con la princesa; pero ésta dijo:
- Padre mío, antes que casarme con este hombre prefiero marcharme a vagar por el mundo hasta donde puedan llevarme las piernas.
A lo cual respondió el Rey que si se negaba a aceptar al capitán por marido, se despojase de los vestidos de princesa, se vistiera de campesina y abandonase el palacio. Iría a un alfarero y abriría un comercio de cacharrería. Quitóse la doncella sus lujosos vestidos, se fue a casa de un alfarero y le pidió a crédito un surtido de objetos de barro, prometiéndole pagárselos aquella misma noche si había logrado venderlos. Dispuso el Rey que instalase su puesto en una esquina, y luego mandó a unos campesinos que pasasen con sus carros por encima de su mercancía y la redujesen a pedazos. Y, así, cuando la princesa tuvo expuesto su género en la calle, llegaron los carros e hicieron trizas de todo. Prorrumpió a llorar la muchacha, exclamando:
- ¡Dios mío, cómo pagaré ahora al alfarero!
El Rey había hecho aquello para obligar a su hija a aceptar al capitán. Mas ella se fue a ver al propietario de la mercancía y le mercancía y le pidió que le fiase otra partida. El hombre se negó: antes tenía que pagarle la primera. Acudió la princesa a su padre y, entre lágrimas y gemidos, le dijo que quería irse por el mundo. Contestó el Rey:
- Mandaré construirte una casita en el bosque, y en ella te pasarás la vida cocinando para todos los viandantes, pero sin aceptar dinero de nadie.
Cuando ya la casita estuvo terminada, colgaron en la puerta un rótulo que decía: "Hoy, gratis; mañana, pagando". Y allí se pasó la princesa largo tiempo, y pronto corrió la voz de que habitaba allí una doncella que cocinaba gratis, según anunciaba un rótulo colgado de la puerta. Llegó la noticia a oídos de nuestro cazador, el cual pensó:
"Esto me convendría, pues soy pobre y no tengo blanca", y, cargando con su escopeta y su mochila, donde seguía guardando lo que se había llevado del palacio, fuese al bosque. No tardó en descubrir la casita con el letrero: "Hoy, gratis; mañana, pagando". Llevaba al cinto el sable con que cortara la cabeza a los gigantes, y así entró en la casa y pidió de comer. Encantóle el aspecto de la muchacha, pues era bellísima, y al preguntarle ella de dónde venía y adónde se dirigía, díjole el cazador:
- Voy errante por el mundo.
Preguntóle ella a continuación de dónde había sacado aquel sable que llevaba grabado el nombre de su padre, y el cazador, a su cazador, a su vez, quiso saber si era la hija del Rey.
- Sí -contestó la princesa.
- Pues con este sable -dijo entonces el cazador- corté la cabeza a los tres gigantes -y, en prueba de su afirmación, sacó de la mochila las tres lenguas, mostrándole a continuación la zapatilla, el borde del pañuelo y el trocito de la camisa. Ella, loca de alegría, comprendió que se hallaba en presencia de su salvador. Dirigiéndose juntos a palacio y, llamando la princesa al anciano rey, llevólo a su aposento donde le dijo que el cazador era el hombre que la había salvado de los gigantes. Al ver el Rey las pruebas, no pudiendo ya dudar por más tiempo, quiso saber cómo había ocurrido el hecho, y le dijo que le otorgaba la mano de su hija, por lo cual se puso muy contenta la muchacha. Vistiéronlo como si fuese un noble extranjero, y el Rey organizó un banquete. En la mesa colocóse el capitán a la izquierda de la princesa y el cazador a la derecha, suponiendo aquél que se trataba de algún príncipe forastero.
Cuando hubieron comido y bebido, dijo el anciano rey al capitán, que quería plantearle un enigma: Si un individuo que afirmaba haber dado muerte a tres gigantes hubiese de declarar dónde estaban las lenguas de sus víctimas, ¿qué diría, al comprobar que no estaban en las respectivas bocas? Respondió el capitán:
- Pues que no tenían lengua.
- No es posible esto - es posible esto -replicó el Rey-, ya que todos los animales tienen lengua.
A continuación le preguntó qué merecía el que tratase de engañarlo. A lo que respondió el capitán:
- Merece ser descuartizado.
Replicóle entonces el Rey que acababa de pronunciar él mismo su sentencia, y, así, el hombre fue detenido y luego descuartizado, mientras la princesa se casaba con el cazador. Éste mandó a buscar a sus padres, los cuales vivieron felices al lado de su hijo, y, a la muerte del Rey, el joven heredó la corona.
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