Monday Aug 12, 2024
Los dos caminantes
Los valles y montañas no topan nunca, pero sí los hombres, sobre todo los buenos con los malos. Así sucedió una vez con un sastre y un zapatero que habían salido a correr mundo. El sastre era un mozo pequeñito y simpático, siempre alegre y de buen humor. Vio que se acercaba el zapatero, el cual venía de una dirección contraria, y, coligiendo su oficio por el paquete que llevaba, lo acogió con una coplilla burlona:
"Cose la costura,
tira del bramante;
dale recio a la suela dura.
ponle pez por detrás y por delante".
tira del bramante;
dale recio a la suela dura.
ponle pez por detrás y por delante".
Pero el zapatero era hombre que no aguantaba bromas y, arrugando la cara como si se hubiese tragado vinagre, hizo ademán de coger al otro por el cuello. El sastre se echó a reír y, alargándole su bota de vino, le dijo:
- No ha sido para molestarle. Anda, bebe, que el vino disuelve la bilis.
El zapatero empinó el codo, y la tormenta de su rostro empezó a amainar. Devolviendo la bota al sastre, le dijo:
- Le he echado un buen discurso a tu bota. Se habla del mucho beber, pero poco de la mucha sed. ¿Qué te parece si seguimos juntos?
- Por mí no hay inconveniente - respondióle el sastre, - con tal que vayamos a alguna gran ciudad, donde no nos falte trabajo.
- Precisamente era ésa mi intención - replicó el zapatero. - En un nido no hay nada que ganar, y, en el campo, la gente prefiere ir descalza.
Y, así, prosiguieron juntos su camino poniendo siempre un pie delante del otro, como la comadreja por la nieve.
Tiempo les sobraba, pero lo que es cosa para mascar, eso sí que andaba mal. Cada vez que llegaban a una ciudad, se iban cada uno por su lado a saludar a los maestros de sus respectivos gremios. Al sastrecillo, por su temple alegre y por sus mejillas sonrosadas, todos lo acogían favorablemente y lo obsequiaban, y aun a veces tenía la suerte de pescar un beso de la hija del patrón, por detrás de la puerta. Al volver a reunirse con el zapatero, su morral era siempre el más repleto. El otro lo recibía con su cara de Jeremías, y decíale, torciendo el gesto:
- ¡Sólo los pícaros tienen suerte!
Pero el sastre se echaba a reír y cantar, y partía con su compañero cuanto había recogido. En cuanto oía sonar dos perras gordas en su bolsillo, faltábale tiempo para gastarlas en la taberna; de puro contento, los dedos le tamborileaban en la mesa, haciendo tintinear las copas. De él podía decirse aquello de "fácil de ganar.. fácil de gastar".
Llevaban ya bastante tiempo viajando juntos, cuando llegaron un buen día a un enorme bosque por el que pasaba el camino de la capital del reino. Había que elegir entre dos caminos: uno que se recorría en siete días, y el otro, en sólo dos; pero ellos ignoraban cuál era el más corto. Se sentaron bajo un roble para discutir la situación y considerar para cuántos días debían llevarse pan. Dijo el zapatero:
- Siempre es mejor pecar por más que por menos; yo me llevaré pan para siete días.
- ¿Cómo? - replicó el sastre. - ¿Ir cargado como un burro con pan para siete días, y que ni siquiera puedas volverte a echar una ojeada? Yo confío en Dios y no me preocupo. El dinero que lleve en el bolsillo, tan bueno es en invierno como en verano; pero el pan se secará con este calor, y se enmohecerá, además. ¿Por qué hacer la manga más larga que el brazo? ¿Por qué no hemos de dar con el camino corto? Pan para dos días, y ya está bien.
Y, así, cada cual compró el pan que le pareció, y se metieron en el bosque, a la buena de Dios.
La selva estaba silenciosa como una iglesia; no corría ni un soplo de viento; no se oía ni el rumor de un arroyuelo, ni el gorjeo de un pájaro; y entre la maraña del espeso follaje no entraba ni un rayo de sol. El zapatero caminaba sin decir palabra, agobiado bajo el peso del pan que llevaba a la espalda; el sudor le caía a raudales por el rostro malhumorado y sombrío. En cambio, el sastre avanzaba alegre, saltando y brincando, silbando a través de una hoja arrollada a modo de flauta, o cantando tonadillas, y, entretanto, pensaba: "Dios Nuestro Señor debe estar contento de verme tan alegre".
Así siguieron las cosas durante dos días; pero cuando, al tercero, vio el sastre que no llegaban al término del bosque y que se había comido toda su provisión de pan, cayósele el alma a los pies. No perdió el ánimo, sin embargo, confiando en Dios y en su buena suerte. Aquella noche se acostó hambriento al pie de un árbol, y, a la mañana siguiente, se despertó con más hambre todavía. Así transcurrió la cuarta jornada; y cuando el zapatero, sentándose sobre un tronco caído, se puso a comer de sus reservas, el otro hubo de contentarse con mirarlo. Al pedirle un pedacito de pan, su compañero se echó a reír burlonamente y le dijo:
- Siempre has estado alegre; también es conveniente que sepas lo que es estar triste. A los pájaros que cantan de madrugada, se los come el milano por la noche.
En una palabra, se mostró más duro que una roca. A la mañana del quinto día, el pobre sastre ya no tuvo fuerzas para levantarse, y era tal su desfallecimiento, que apenas podía pronunciar una palabra; tenía pálidas las mejillas, y los ojos, enrojecidos. Díjole entonces el zapatero:
- Te daré hoy un pedazo de pan; pero, en cambio, te sacaré el ojo derecho.
El desdichado sastre, deseoso de salvar la vida, no tuvo más remedio que avenirse; lloró por última vez con los dos ojos, y ofrecióse luego al zapatero de corazón de piedra, quien, con un afilado cuchillo, le sacó el ojo derecho. Vínole entonces al sastre la memoria lo que solía decirle su madre cuando lo encontraba comiendo golosinas en la despensa: "Hay que comer lo que se pueda, y hay que sufrir lo que se deba". Una vez terminado aquel pan que tan caro acababa de pagar, levantóse de nuevo y, olvidándose de su desgracia, procuró consolarse con la idea de que con un solo ojo también se arreglaría. Pero al sexto día volvió a atormentarle el hambre, y sintióse desfallecer. Al anochecer se desplomó al pie de un árbol, y, a la madrugada del séptimo día, no pudo ya incorporarse y sintió que la muerte le oprimía la garganta. Díjole entonces el zapatero:
- Voy a mostrarme compasivo, y darte otro pedazo de pan, pero no gratis; a cambio del pan te sacaré el ojo que te queda.
Reconoció entonces el sastre la ligereza de su conducta y, pidiendo perdón a Dios, dijo a su compañero:
- Haz lo que quieras. Yo sufriré lo que sea menester. Pero considera que Dios Nuestro Señor juzga cuando uno menos lo piensa, y que llegará la hora en que habrás de responder de la mala acción que cometes conmigo sin haberla yo merecido. En los días prósperos repartí contigo cuanto tuve. Para ejercer mi oficio es necesario que una puntada siga a la otra; una vez haya perdido la vista y no pueda coser, no me quedará otro recurso que mendigar mi pan. Sólo te pido que, cuando esté ciego, no me abandones en este lugar, donde moriría de hambre.
El zapatero, que había desterrado a Dios de su corazón, sacó el cuchillo y le vació el ojo izquierdo. Luego le dio un pedazo de pan y, poniéndole un bastón en la mano, dejó que el sastre le siguiera.
Al ponerse el sol, salieron del bosque. En un campo de enfrente se levantaba la horca. El zapatero guió hasta ella al sastre ciego y lo abandonó allí, siguiendo él su camino. Agotado por la fatiga, el dolor y el hambre, el infeliz se quedó dormido y no se despertó en toda la noche. Al despuntar el día, despertóse sin saber dónde se encontraba. Del patíbulo colgaban los cuerpos de dos pobres pecadores, y sobre la cabeza de cada uno se había posado un grajo. Y he aquí que los dos ajusticiados entablaron el siguiente diálogo:
- ¿Velas, hermano? - preguntó uno.
- Sí - respondió el otro.
- Pues en este caso voy a decirte una cosa - prosiguió el primero; - y es que el rocío que esta noche nos ha caído encima, desde las horcas, devuelve la vista a quienes se lavan con él. Si lo supiesen los ciegos, recobrarían la vista muchos que ahora lo creen imposible.
Al oír esto el sastre, sacó el pañuelo y lo apretó sobre la hierba, que estaba empapada de rocío; y se lavó con él las cuencas vacías. Al instante se cumplió lo que acababa de decir el ahorcado: un nuevo par de ojos frescos y sanos brotó en las cuencas vacías del vagabundo. Al poco rato veía éste el sol saliendo de detrás de las montañas, y en la llanura, la gran ciudad se levantaba con sus magníficas puertas y sus cien torres, rematadas por cruces de oro, que brillaban a gran distancia. Podía distinguir cada una de las hojas de los árboles, y los pájaros que pasaban en raudo vuelo, y los mosquitos danzando en el aire. Sacóse del bolsillo una aguja de coser, y, al comprobar que podía enhebrarla con la misma seguridad de antes, su corazón saltó de gozo en el pecho. Hincándose de rodillas, dio gracias a Dios por tan gran merced y rezó su oración matutina, sin olvidarse de encomendar a Nuestro Señor las almas de los pobres pecadores allí colgados, que el viento hacía chocar entre sí, cual badajos de campana. Cargándose luego el hato a la espalda y olvidándose de las penalidades sufridas, reemprendió la ruta cantando y silbando.
Lo primero con que se topó fue con un potro pardo que saltaba libremente por el campo. Agarrándolo por la melena, quiso montarlo para entrar a caballo en la ciudad. Pero el animal le rogó que no lo privase de su libertad:
- Soy todavía demasiado joven - le dijo. - Hasta un sastre tan ligero como tú me quebraría el espinazo. Déjame que corra hasta que esté más crecido. Tal vez llegue un día en que pueda pagártelo.
- Pues corre cuanto quieras - le dijo el sastre. - Bien veo que tú eres también un cabeza loca.
Y le dio con la vara un golpecito en el lomo, por lo que el animalito pegó un par de brincos de alegría con las patas traseras y se alejó a un trote vivo, saltando vallas y fosos. Pero el sastre no había comido nada desde la víspera. "Cierto que el sol me llena los ojos - se dijo, - mas ahora necesito que el pan me llene la boca. Lo primero que encuentre y sea sólo medianamente comestible, se la cargará". A poco vio una cigüeña, que andaba muy seriamente por un prado.
- ¡Alto! - gritó el sastre agarrándola por una pata.- No sé si eres buena para comer, pero mi hambre no me permite escoger. No tengo más remedio que cortarte la cabeza y asarte.
- No lo hagas - respondió la cigüeña, - pues soy un ave sagrada, a quien nadie daña y que proporciona grandes beneficios a los humanos. Si respetas mi vida, tal vez algún día pueda recompensártelo.
- ¡Pues anda, márchate, patilarga! - exclamó el sastre; y la cigüeña, elevándose con las patas colgantes, emprendió apaciblemente el vuelo.
"¿Qué voy a hacer ahora? - preguntóse el sastre; - mi hambre aumenta por momentos, y tengo el estómago cada vez más vacío. Lo primero que se cruce en mi camino está perdido". Y, casi en el mismo momento, vio una pareja de patitos que estaban nadando en una charca.
- Venís como caídos del cielo - dijo, y, agarrando uno de ellos, se dispuso a retorcerle el pescuezo; y he aquí que un pato viejo, que estaba metido entre los juncos, se puso a graznar ruidosamente y, acercándose a nado, con el pico abierto de par en par, le rogó y suplicó que se apiadase de sus hijos.
- ¿No piensas - le dijo - en la pena que tendría tu madre si viese que alguien se te llevaba para comerte?
- Tranquilízate - respondió el bondadoso sastre; - quédate con tus hijos - y volvió a echar al agua al que había cogido. Al volverse se encontró frente a un viejo árbol medio hueco y vio muchas abejas silvestres que entraban en el tronco y salían de él.
- Al fin recibo el premio de mi buena acción - dijo - esta miel me reconfortará -. Pero salió la reina, amenazadora, y le dijo:
- Si tocas a mi gente y nos destruyes el nido, nuestros aguijones se clavarán en tu cuerpo como diez mil agujas al rojo. En cambio, si nos dejas en paz y sigues tu camino, el día menos pensado te prestaremos un buen servicio.
Vio el sastrecillo que tampoco por aquel lado podría solucionar su hambre. "Tres platos vacíos - díjose, - y el cuarto, sin nada; mala comida es ésta". Arrastróse hasta la ciudad con el estómago vacío, y como llegó justamente a la hora de mediodía, pronto le prepararon un cubierto en la posada y pudo sentarse a la mesa enseguida. Ya satisfecha su hambre, dijo: "Ahora, a trabajar". Se fue a recorrer la ciudad en busca de un patrón, y no tardó en encontrar un buen empleo. Como era muy hábil en su oficio, en poco tiempo adquirió gran reputación; todo el mundo quería llevar trajes confeccionados por el sastre forastero. Su prestigio crecía por momentos. "Ya no puedo llegar más allá en mi arte - decía -, y, sin embargo, cada día me van mejor las cosas". Al fin, el Rey lo nombró sastre de la Corte.
Pero ved cómo van las cosas del mundo. El mismo día era nombrado zapatero de palacio su antiguo compañero de viaje. Al ver éste al sastre y comprobar que había recuperado los ojos y, con ellos la vista, su rostro se ensombreció. "Tengo que prepararle una trampa antes de que pueda vengarse", pensó. Pero quien cava un foso a otro, suele caer en él. Un anochecer, terminado el trabajo del día, presentóse al Rey y le dijo:
- Señor Rey, el sastre es un insolente; se ha jactado de que sería capaz de recuperar la corona de oro que se perdió hace santísimo tiempo.
- Mucho me gustaría - respondió el Rey, y, mandando que el sastre compareciese ante él a la mañana siguiente, le dijo que había de traerle la corona o abandonar la ciudad para siempre. "¡Válgame Dios! - pensó el sastre; - sólo un bribón promete más de lo que tiene. Ya que el Rey se ha empeñado en exigirme lo que nadie es capaz de hacer, mejor será no aguardar hasta mañana, sino marcharme de la ciudad esta misma noche". Hizo, pues, su hato y se puso en camino. Pero cuando llegó a la puerta sintió pesadumbre ante el pensamiento de que había de renunciar a su fortuna y abandonar aquella ciudad en la que tan bien lo había pasado. Al llegar junto al estanque donde había trabado amistad con los patos, encontróse con el viejo a cuyos hijos perdonara la vida, que estaba en la orilla acicalándose con el pico. Reconocióle el ave y le preguntó por qué andaba tan cabizbajo.
- No te extrañarás cuando sepas el motivo - respondióle el sastre -, y le contó lo sucedido.
- Si no es más que eso - le dijo -, podemos arreglarlo. La corona cayó al agua y yace en el fondo; en un santiamén la sacaremos; tú, entretanto, extiende tu pañuelo en la orilla.
Y, junto con sus doce patitos se sumergió, para reaparecer a los cinco minutos en la superficie con la corona sobre las alas, rodeado de los doce pequeños que, nadando a su alrededor, le ayudaban a sostenerla con los picos. Así se acercaron a tierra y depositaron la corona en el pañuelo. No puedes imaginar lo espléndido de aquella joya, que, bajo los rayos del sol, centelleaba como cien mil rubíes. Ató el sastre el pañuelo por los cuatro cabos y la llevó al Rey, quien, contentísimo, en premio colgó una cadena de oro al cuello del sastre.
Al ver el zapatero que su estratagema había fracasado, ideó otra y dijo al Rey:
- Señor, el sastre ha vuelto a insolentarse. Se vanagloria de que podría reproducir en cera todo el palacio real, el exterior y el interior, junto con todas las cosas que encierra.
Llamó el Rey al sastre y le ordenó que reprodujese en cera el palacio real con todo cuanto encerraba, exactamente, tanto en lo interior como en lo exterior; advirtiéndole que, de no hacerlo, o si faltaba sólo un clavo de la pared, sería encerrado para el resto de su vida en un calabozo subterráneo. Pensó el sastre: "La cosa se pone cada vez más difícil; esto no lo aguanta nadie", y, echándose el hato a la espalda, marchóse por segunda vez. Llegado que hubo al árbol hueco, se sentó a descansar, triste y mohíno. Salieron volando las abejas, y la reina le preguntó si se le había entumecido el cuello, pues lo veía con la cabeza tan torcida.
- ¡Oh, no! - respondióle el sastre -, es otra cosa lo que me duele - y le contó lo que el Rey le había exigido. Pusiéronse las abejas a zumbar entre sí y luego dijo la reina:
- Vuélvete a casa, y mañana a esta misma hora vuelve con un pañuelo grande; todo saldrá bien.
Mientras regresaba a la ciudad, las abejas volaron al palacio real y, entrando por las ventanas, estuvieron huroneando por todos los rincones y tomando nota de todos los pormenores. Luego, de vuelta a la colmena, construyeron una reproducción, en cera, del edificio, con una rapidez que no puede uno imaginarse. A la noche quedaba listo, y cuando el sastre se presentó a la mañana siguiente, vio como se levantaba allí el soberbio alcázar, sin que le faltase un clavo de la pared ni una teja del tejado; era, además, muy primoroso, blanco como la nieve y oliendo a miel. Envolviólo el sastre cuidadosamente en el pañuelo y lo llevó al Rey, el cual no supo cómo expresar su admiración. Colocó aquella maravilla en la sala más espaciosa del palacio, y regaló al sastre una gran casa de piedra.
Pero el zapatero, terco que terco, fue al Rey por tercera vez y le dijo:
- Señor, ha llegado a oídos del sastre que en el patio de palacio no hay modo de hacer brotar agua; él dice que es capaz de hacer salir un surtidor en el mismo centro del patio, tan alto como un hombre y de agua límpida como el cristal.
Mandó el Rey que se presentara el sastre, y le dijo:
- Si, como has prometido, mañana no brota en mi patio un gran chorro de agua, mandaré al verdugo que allí mismo te corten la cabeza.
El pobre sastre no lo pensó mucho rato, y apresuróse a salir de la ciudad; y como esta vez se trataba de salvar la vida, las lágrimas le rodaban por las mejillas. Caminando así, vencido por la tristeza, acercósele saltando el potro al que antaño dejara en libertad y que, ya crecido, era a la sazón un hermoso corcel bayo.
- Ha llegado la hora - le dijo - en que puedo pagarte tu buena acción. Ya sé lo que te ocurre, y pronto le pondremos remedio. Móntame; ahora puedo llevar dos como tú.
Recobró el sastre los ánimos, y, subiendo de un salto sobre el lomo del animal, emprendió éste el galope en dirección de la ciudad y, entrando en ella, no paró hasta el patio del palacio. Una vez en él, dio tres vueltas completas a su alrededor con la velocidad del rayo, y, a la tercera, cayó desplomado. Al mismo tiempo oyóse un terrible crujido, y, volando por el aire un trozo de tierra del centro del patio, elevóse un chorro de agua hasta la altura de un hombre montado a caballo; y el agua era límpida como el cristal, y los rayos del sol danzaban en sus gotas. Al verlo el Rey no pudo reprimir un grito de admiración y, saliendo al patio, abrazó al sastrecillo en presencia de toda la Corte.
Pero la felicidad no duró mucho. El Rey tenía varias hijas, a cual más hermosa, pero ningún varón. Acudiendo el ruin zapatero por cuarta vez al Soberano, le dijo:
- Señor, el sastre no se apea de su arrogancia. Hoy se ha jactado de que, si se le antojase, haría que le trajeran al Rey un hijo volando por los aires.
Otra vez mandó llamar el Monarca al sastre, y le habló así:
- Si en el término de nueve días eres capaz de proporcionarme un hijo, te casarás con mi hija mayor.
"Realmente, la recompensa es grande - pensó el hombre, - y vale la pena intentar obtenerla; pero las cerezas cuelgan muy altas, y si me subo a cogerlas corro el riesgo de que se rompa una rama y me caiga de cabeza". Se fue a su casa, instalóse con las piernas cruzadas en su mesa de trabajo y púsose a reflexionar sobre el caso. "¡Para esto sí que no hay solución!", - exclamó al fin -. Me marcharé, pues aquí no se puede vivir en paz". Lió nuevamente su hatillo y salió de la ciudad. Pero al llegar a un prado, he aquí que vio a su vieja amiga la cigüeña, que paseaba filosóficamente; de vez en cuando se detenía a mirar una rana, que acababa tragándose. Acercósele la zancuda a saludarlo.
- Ya veo - le dijo - que llevas el morral a la espalda. ¿Por qué abandonas la ciudad?
Contóle el sastre lo que el Rey le había exigido, cosa que él no podía cumplir, y se lamentó de su mala suerte.
- ¡Bah!, no te apures por eso - dijo la cigüeña. - Yo te sacaré del apuro. Hace ya muchos siglos que llevo a la ciudad a los niños recién nacidos; no me costará gran cosa sacar de la fuente a un principito. Vuélvete a casa y duerme tranquilo. Dentro de ocho días te presentas en el palacio real. Yo acudiré.
El sastrecillo se volvió a casa y el día convenido presentóse en palacio. Al poco rato llegó volando la cigüeña y llamó a la ventana; abrióla el sastre, y la amiga patilarga entró cautelosamente, avanzando con paso majestuoso por el pulimentado pavimento de mármol. Llevaba en el pico un niño hermoso como un ángel, que alargaba las manitas a la Reina. Depositólo en su regazo, y la Reina lo besó y acarició, fuera de sí de gozo. Antes de reemprender el vuelo, la cigüeña, descolgándose el bolso de viaje, lo entregó también a la Soberana. Contenía cucuruchos de grageas y peladillas, que fueron repartidas entre las princesitas. A la mayor no le dieron nada; pero, en cambio, recibió por marido al alegre sastrecillo.
- Me hace el mismo efecto - dijo éste - que si me hubiese caído el premio gordo de la lotería. Razón tenía mi madre al decir, como de costumbre: "Con la confianza en Dios y la suerte, todo puede conseguirse".
El zapatero confeccionó los zapatos con los cuales el sastre bailó el día de la boda, y luego recibió orden de salir de la ciudad. El camino del bosque lo condujo al patíbulo, donde se tumbó a descansar, agotado por la rabia, el enojo y el calor del día. Al disponerse a dormir, bajaron los dos grajos posados en las cabezas de los ajusticiados y le sacaron los ojos. Entró en el bosque corriendo como un loco, y seguramente murió de hambre y sed, puesto que nadie volvió a saber jamás de su paradero.
- No ha sido para molestarle. Anda, bebe, que el vino disuelve la bilis.
El zapatero empinó el codo, y la tormenta de su rostro empezó a amainar. Devolviendo la bota al sastre, le dijo:
- Le he echado un buen discurso a tu bota. Se habla del mucho beber, pero poco de la mucha sed. ¿Qué te parece si seguimos juntos?
- Por mí no hay inconveniente - respondióle el sastre, - con tal que vayamos a alguna gran ciudad, donde no nos falte trabajo.
- Precisamente era ésa mi intención - replicó el zapatero. - En un nido no hay nada que ganar, y, en el campo, la gente prefiere ir descalza.
Y, así, prosiguieron juntos su camino poniendo siempre un pie delante del otro, como la comadreja por la nieve.
Tiempo les sobraba, pero lo que es cosa para mascar, eso sí que andaba mal. Cada vez que llegaban a una ciudad, se iban cada uno por su lado a saludar a los maestros de sus respectivos gremios. Al sastrecillo, por su temple alegre y por sus mejillas sonrosadas, todos lo acogían favorablemente y lo obsequiaban, y aun a veces tenía la suerte de pescar un beso de la hija del patrón, por detrás de la puerta. Al volver a reunirse con el zapatero, su morral era siempre el más repleto. El otro lo recibía con su cara de Jeremías, y decíale, torciendo el gesto:
- ¡Sólo los pícaros tienen suerte!
Pero el sastre se echaba a reír y cantar, y partía con su compañero cuanto había recogido. En cuanto oía sonar dos perras gordas en su bolsillo, faltábale tiempo para gastarlas en la taberna; de puro contento, los dedos le tamborileaban en la mesa, haciendo tintinear las copas. De él podía decirse aquello de "fácil de ganar.. fácil de gastar".
Llevaban ya bastante tiempo viajando juntos, cuando llegaron un buen día a un enorme bosque por el que pasaba el camino de la capital del reino. Había que elegir entre dos caminos: uno que se recorría en siete días, y el otro, en sólo dos; pero ellos ignoraban cuál era el más corto. Se sentaron bajo un roble para discutir la situación y considerar para cuántos días debían llevarse pan. Dijo el zapatero:
- Siempre es mejor pecar por más que por menos; yo me llevaré pan para siete días.
- ¿Cómo? - replicó el sastre. - ¿Ir cargado como un burro con pan para siete días, y que ni siquiera puedas volverte a echar una ojeada? Yo confío en Dios y no me preocupo. El dinero que lleve en el bolsillo, tan bueno es en invierno como en verano; pero el pan se secará con este calor, y se enmohecerá, además. ¿Por qué hacer la manga más larga que el brazo? ¿Por qué no hemos de dar con el camino corto? Pan para dos días, y ya está bien.
Y, así, cada cual compró el pan que le pareció, y se metieron en el bosque, a la buena de Dios.
La selva estaba silenciosa como una iglesia; no corría ni un soplo de viento; no se oía ni el rumor de un arroyuelo, ni el gorjeo de un pájaro; y entre la maraña del espeso follaje no entraba ni un rayo de sol. El zapatero caminaba sin decir palabra, agobiado bajo el peso del pan que llevaba a la espalda; el sudor le caía a raudales por el rostro malhumorado y sombrío. En cambio, el sastre avanzaba alegre, saltando y brincando, silbando a través de una hoja arrollada a modo de flauta, o cantando tonadillas, y, entretanto, pensaba: "Dios Nuestro Señor debe estar contento de verme tan alegre".
Así siguieron las cosas durante dos días; pero cuando, al tercero, vio el sastre que no llegaban al término del bosque y que se había comido toda su provisión de pan, cayósele el alma a los pies. No perdió el ánimo, sin embargo, confiando en Dios y en su buena suerte. Aquella noche se acostó hambriento al pie de un árbol, y, a la mañana siguiente, se despertó con más hambre todavía. Así transcurrió la cuarta jornada; y cuando el zapatero, sentándose sobre un tronco caído, se puso a comer de sus reservas, el otro hubo de contentarse con mirarlo. Al pedirle un pedacito de pan, su compañero se echó a reír burlonamente y le dijo:
- Siempre has estado alegre; también es conveniente que sepas lo que es estar triste. A los pájaros que cantan de madrugada, se los come el milano por la noche.
En una palabra, se mostró más duro que una roca. A la mañana del quinto día, el pobre sastre ya no tuvo fuerzas para levantarse, y era tal su desfallecimiento, que apenas podía pronunciar una palabra; tenía pálidas las mejillas, y los ojos, enrojecidos. Díjole entonces el zapatero:
- Te daré hoy un pedazo de pan; pero, en cambio, te sacaré el ojo derecho.
El desdichado sastre, deseoso de salvar la vida, no tuvo más remedio que avenirse; lloró por última vez con los dos ojos, y ofrecióse luego al zapatero de corazón de piedra, quien, con un afilado cuchillo, le sacó el ojo derecho. Vínole entonces al sastre la memoria lo que solía decirle su madre cuando lo encontraba comiendo golosinas en la despensa: "Hay que comer lo que se pueda, y hay que sufrir lo que se deba". Una vez terminado aquel pan que tan caro acababa de pagar, levantóse de nuevo y, olvidándose de su desgracia, procuró consolarse con la idea de que con un solo ojo también se arreglaría. Pero al sexto día volvió a atormentarle el hambre, y sintióse desfallecer. Al anochecer se desplomó al pie de un árbol, y, a la madrugada del séptimo día, no pudo ya incorporarse y sintió que la muerte le oprimía la garganta. Díjole entonces el zapatero:
- Voy a mostrarme compasivo, y darte otro pedazo de pan, pero no gratis; a cambio del pan te sacaré el ojo que te queda.
Reconoció entonces el sastre la ligereza de su conducta y, pidiendo perdón a Dios, dijo a su compañero:
- Haz lo que quieras. Yo sufriré lo que sea menester. Pero considera que Dios Nuestro Señor juzga cuando uno menos lo piensa, y que llegará la hora en que habrás de responder de la mala acción que cometes conmigo sin haberla yo merecido. En los días prósperos repartí contigo cuanto tuve. Para ejercer mi oficio es necesario que una puntada siga a la otra; una vez haya perdido la vista y no pueda coser, no me quedará otro recurso que mendigar mi pan. Sólo te pido que, cuando esté ciego, no me abandones en este lugar, donde moriría de hambre.
El zapatero, que había desterrado a Dios de su corazón, sacó el cuchillo y le vació el ojo izquierdo. Luego le dio un pedazo de pan y, poniéndole un bastón en la mano, dejó que el sastre le siguiera.
Al ponerse el sol, salieron del bosque. En un campo de enfrente se levantaba la horca. El zapatero guió hasta ella al sastre ciego y lo abandonó allí, siguiendo él su camino. Agotado por la fatiga, el dolor y el hambre, el infeliz se quedó dormido y no se despertó en toda la noche. Al despuntar el día, despertóse sin saber dónde se encontraba. Del patíbulo colgaban los cuerpos de dos pobres pecadores, y sobre la cabeza de cada uno se había posado un grajo. Y he aquí que los dos ajusticiados entablaron el siguiente diálogo:
- ¿Velas, hermano? - preguntó uno.
- Sí - respondió el otro.
- Pues en este caso voy a decirte una cosa - prosiguió el primero; - y es que el rocío que esta noche nos ha caído encima, desde las horcas, devuelve la vista a quienes se lavan con él. Si lo supiesen los ciegos, recobrarían la vista muchos que ahora lo creen imposible.
Al oír esto el sastre, sacó el pañuelo y lo apretó sobre la hierba, que estaba empapada de rocío; y se lavó con él las cuencas vacías. Al instante se cumplió lo que acababa de decir el ahorcado: un nuevo par de ojos frescos y sanos brotó en las cuencas vacías del vagabundo. Al poco rato veía éste el sol saliendo de detrás de las montañas, y en la llanura, la gran ciudad se levantaba con sus magníficas puertas y sus cien torres, rematadas por cruces de oro, que brillaban a gran distancia. Podía distinguir cada una de las hojas de los árboles, y los pájaros que pasaban en raudo vuelo, y los mosquitos danzando en el aire. Sacóse del bolsillo una aguja de coser, y, al comprobar que podía enhebrarla con la misma seguridad de antes, su corazón saltó de gozo en el pecho. Hincándose de rodillas, dio gracias a Dios por tan gran merced y rezó su oración matutina, sin olvidarse de encomendar a Nuestro Señor las almas de los pobres pecadores allí colgados, que el viento hacía chocar entre sí, cual badajos de campana. Cargándose luego el hato a la espalda y olvidándose de las penalidades sufridas, reemprendió la ruta cantando y silbando.
Lo primero con que se topó fue con un potro pardo que saltaba libremente por el campo. Agarrándolo por la melena, quiso montarlo para entrar a caballo en la ciudad. Pero el animal le rogó que no lo privase de su libertad:
- Soy todavía demasiado joven - le dijo. - Hasta un sastre tan ligero como tú me quebraría el espinazo. Déjame que corra hasta que esté más crecido. Tal vez llegue un día en que pueda pagártelo.
- Pues corre cuanto quieras - le dijo el sastre. - Bien veo que tú eres también un cabeza loca.
Y le dio con la vara un golpecito en el lomo, por lo que el animalito pegó un par de brincos de alegría con las patas traseras y se alejó a un trote vivo, saltando vallas y fosos. Pero el sastre no había comido nada desde la víspera. "Cierto que el sol me llena los ojos - se dijo, - mas ahora necesito que el pan me llene la boca. Lo primero que encuentre y sea sólo medianamente comestible, se la cargará". A poco vio una cigüeña, que andaba muy seriamente por un prado.
- ¡Alto! - gritó el sastre agarrándola por una pata.- No sé si eres buena para comer, pero mi hambre no me permite escoger. No tengo más remedio que cortarte la cabeza y asarte.
- No lo hagas - respondió la cigüeña, - pues soy un ave sagrada, a quien nadie daña y que proporciona grandes beneficios a los humanos. Si respetas mi vida, tal vez algún día pueda recompensártelo.
- ¡Pues anda, márchate, patilarga! - exclamó el sastre; y la cigüeña, elevándose con las patas colgantes, emprendió apaciblemente el vuelo.
"¿Qué voy a hacer ahora? - preguntóse el sastre; - mi hambre aumenta por momentos, y tengo el estómago cada vez más vacío. Lo primero que se cruce en mi camino está perdido". Y, casi en el mismo momento, vio una pareja de patitos que estaban nadando en una charca.
- Venís como caídos del cielo - dijo, y, agarrando uno de ellos, se dispuso a retorcerle el pescuezo; y he aquí que un pato viejo, que estaba metido entre los juncos, se puso a graznar ruidosamente y, acercándose a nado, con el pico abierto de par en par, le rogó y suplicó que se apiadase de sus hijos.
- ¿No piensas - le dijo - en la pena que tendría tu madre si viese que alguien se te llevaba para comerte?
- Tranquilízate - respondió el bondadoso sastre; - quédate con tus hijos - y volvió a echar al agua al que había cogido. Al volverse se encontró frente a un viejo árbol medio hueco y vio muchas abejas silvestres que entraban en el tronco y salían de él.
- Al fin recibo el premio de mi buena acción - dijo - esta miel me reconfortará -. Pero salió la reina, amenazadora, y le dijo:
- Si tocas a mi gente y nos destruyes el nido, nuestros aguijones se clavarán en tu cuerpo como diez mil agujas al rojo. En cambio, si nos dejas en paz y sigues tu camino, el día menos pensado te prestaremos un buen servicio.
Vio el sastrecillo que tampoco por aquel lado podría solucionar su hambre. "Tres platos vacíos - díjose, - y el cuarto, sin nada; mala comida es ésta". Arrastróse hasta la ciudad con el estómago vacío, y como llegó justamente a la hora de mediodía, pronto le prepararon un cubierto en la posada y pudo sentarse a la mesa enseguida. Ya satisfecha su hambre, dijo: "Ahora, a trabajar". Se fue a recorrer la ciudad en busca de un patrón, y no tardó en encontrar un buen empleo. Como era muy hábil en su oficio, en poco tiempo adquirió gran reputación; todo el mundo quería llevar trajes confeccionados por el sastre forastero. Su prestigio crecía por momentos. "Ya no puedo llegar más allá en mi arte - decía -, y, sin embargo, cada día me van mejor las cosas". Al fin, el Rey lo nombró sastre de la Corte.
Pero ved cómo van las cosas del mundo. El mismo día era nombrado zapatero de palacio su antiguo compañero de viaje. Al ver éste al sastre y comprobar que había recuperado los ojos y, con ellos la vista, su rostro se ensombreció. "Tengo que prepararle una trampa antes de que pueda vengarse", pensó. Pero quien cava un foso a otro, suele caer en él. Un anochecer, terminado el trabajo del día, presentóse al Rey y le dijo:
- Señor Rey, el sastre es un insolente; se ha jactado de que sería capaz de recuperar la corona de oro que se perdió hace santísimo tiempo.
- Mucho me gustaría - respondió el Rey, y, mandando que el sastre compareciese ante él a la mañana siguiente, le dijo que había de traerle la corona o abandonar la ciudad para siempre. "¡Válgame Dios! - pensó el sastre; - sólo un bribón promete más de lo que tiene. Ya que el Rey se ha empeñado en exigirme lo que nadie es capaz de hacer, mejor será no aguardar hasta mañana, sino marcharme de la ciudad esta misma noche". Hizo, pues, su hato y se puso en camino. Pero cuando llegó a la puerta sintió pesadumbre ante el pensamiento de que había de renunciar a su fortuna y abandonar aquella ciudad en la que tan bien lo había pasado. Al llegar junto al estanque donde había trabado amistad con los patos, encontróse con el viejo a cuyos hijos perdonara la vida, que estaba en la orilla acicalándose con el pico. Reconocióle el ave y le preguntó por qué andaba tan cabizbajo.
- No te extrañarás cuando sepas el motivo - respondióle el sastre -, y le contó lo sucedido.
- Si no es más que eso - le dijo -, podemos arreglarlo. La corona cayó al agua y yace en el fondo; en un santiamén la sacaremos; tú, entretanto, extiende tu pañuelo en la orilla.
Y, junto con sus doce patitos se sumergió, para reaparecer a los cinco minutos en la superficie con la corona sobre las alas, rodeado de los doce pequeños que, nadando a su alrededor, le ayudaban a sostenerla con los picos. Así se acercaron a tierra y depositaron la corona en el pañuelo. No puedes imaginar lo espléndido de aquella joya, que, bajo los rayos del sol, centelleaba como cien mil rubíes. Ató el sastre el pañuelo por los cuatro cabos y la llevó al Rey, quien, contentísimo, en premio colgó una cadena de oro al cuello del sastre.
Al ver el zapatero que su estratagema había fracasado, ideó otra y dijo al Rey:
- Señor, el sastre ha vuelto a insolentarse. Se vanagloria de que podría reproducir en cera todo el palacio real, el exterior y el interior, junto con todas las cosas que encierra.
Llamó el Rey al sastre y le ordenó que reprodujese en cera el palacio real con todo cuanto encerraba, exactamente, tanto en lo interior como en lo exterior; advirtiéndole que, de no hacerlo, o si faltaba sólo un clavo de la pared, sería encerrado para el resto de su vida en un calabozo subterráneo. Pensó el sastre: "La cosa se pone cada vez más difícil; esto no lo aguanta nadie", y, echándose el hato a la espalda, marchóse por segunda vez. Llegado que hubo al árbol hueco, se sentó a descansar, triste y mohíno. Salieron volando las abejas, y la reina le preguntó si se le había entumecido el cuello, pues lo veía con la cabeza tan torcida.
- ¡Oh, no! - respondióle el sastre -, es otra cosa lo que me duele - y le contó lo que el Rey le había exigido. Pusiéronse las abejas a zumbar entre sí y luego dijo la reina:
- Vuélvete a casa, y mañana a esta misma hora vuelve con un pañuelo grande; todo saldrá bien.
Mientras regresaba a la ciudad, las abejas volaron al palacio real y, entrando por las ventanas, estuvieron huroneando por todos los rincones y tomando nota de todos los pormenores. Luego, de vuelta a la colmena, construyeron una reproducción, en cera, del edificio, con una rapidez que no puede uno imaginarse. A la noche quedaba listo, y cuando el sastre se presentó a la mañana siguiente, vio como se levantaba allí el soberbio alcázar, sin que le faltase un clavo de la pared ni una teja del tejado; era, además, muy primoroso, blanco como la nieve y oliendo a miel. Envolviólo el sastre cuidadosamente en el pañuelo y lo llevó al Rey, el cual no supo cómo expresar su admiración. Colocó aquella maravilla en la sala más espaciosa del palacio, y regaló al sastre una gran casa de piedra.
Pero el zapatero, terco que terco, fue al Rey por tercera vez y le dijo:
- Señor, ha llegado a oídos del sastre que en el patio de palacio no hay modo de hacer brotar agua; él dice que es capaz de hacer salir un surtidor en el mismo centro del patio, tan alto como un hombre y de agua límpida como el cristal.
Mandó el Rey que se presentara el sastre, y le dijo:
- Si, como has prometido, mañana no brota en mi patio un gran chorro de agua, mandaré al verdugo que allí mismo te corten la cabeza.
El pobre sastre no lo pensó mucho rato, y apresuróse a salir de la ciudad; y como esta vez se trataba de salvar la vida, las lágrimas le rodaban por las mejillas. Caminando así, vencido por la tristeza, acercósele saltando el potro al que antaño dejara en libertad y que, ya crecido, era a la sazón un hermoso corcel bayo.
- Ha llegado la hora - le dijo - en que puedo pagarte tu buena acción. Ya sé lo que te ocurre, y pronto le pondremos remedio. Móntame; ahora puedo llevar dos como tú.
Recobró el sastre los ánimos, y, subiendo de un salto sobre el lomo del animal, emprendió éste el galope en dirección de la ciudad y, entrando en ella, no paró hasta el patio del palacio. Una vez en él, dio tres vueltas completas a su alrededor con la velocidad del rayo, y, a la tercera, cayó desplomado. Al mismo tiempo oyóse un terrible crujido, y, volando por el aire un trozo de tierra del centro del patio, elevóse un chorro de agua hasta la altura de un hombre montado a caballo; y el agua era límpida como el cristal, y los rayos del sol danzaban en sus gotas. Al verlo el Rey no pudo reprimir un grito de admiración y, saliendo al patio, abrazó al sastrecillo en presencia de toda la Corte.
Pero la felicidad no duró mucho. El Rey tenía varias hijas, a cual más hermosa, pero ningún varón. Acudiendo el ruin zapatero por cuarta vez al Soberano, le dijo:
- Señor, el sastre no se apea de su arrogancia. Hoy se ha jactado de que, si se le antojase, haría que le trajeran al Rey un hijo volando por los aires.
Otra vez mandó llamar el Monarca al sastre, y le habló así:
- Si en el término de nueve días eres capaz de proporcionarme un hijo, te casarás con mi hija mayor.
"Realmente, la recompensa es grande - pensó el hombre, - y vale la pena intentar obtenerla; pero las cerezas cuelgan muy altas, y si me subo a cogerlas corro el riesgo de que se rompa una rama y me caiga de cabeza". Se fue a su casa, instalóse con las piernas cruzadas en su mesa de trabajo y púsose a reflexionar sobre el caso. "¡Para esto sí que no hay solución!", - exclamó al fin -. Me marcharé, pues aquí no se puede vivir en paz". Lió nuevamente su hatillo y salió de la ciudad. Pero al llegar a un prado, he aquí que vio a su vieja amiga la cigüeña, que paseaba filosóficamente; de vez en cuando se detenía a mirar una rana, que acababa tragándose. Acercósele la zancuda a saludarlo.
- Ya veo - le dijo - que llevas el morral a la espalda. ¿Por qué abandonas la ciudad?
Contóle el sastre lo que el Rey le había exigido, cosa que él no podía cumplir, y se lamentó de su mala suerte.
- ¡Bah!, no te apures por eso - dijo la cigüeña. - Yo te sacaré del apuro. Hace ya muchos siglos que llevo a la ciudad a los niños recién nacidos; no me costará gran cosa sacar de la fuente a un principito. Vuélvete a casa y duerme tranquilo. Dentro de ocho días te presentas en el palacio real. Yo acudiré.
El sastrecillo se volvió a casa y el día convenido presentóse en palacio. Al poco rato llegó volando la cigüeña y llamó a la ventana; abrióla el sastre, y la amiga patilarga entró cautelosamente, avanzando con paso majestuoso por el pulimentado pavimento de mármol. Llevaba en el pico un niño hermoso como un ángel, que alargaba las manitas a la Reina. Depositólo en su regazo, y la Reina lo besó y acarició, fuera de sí de gozo. Antes de reemprender el vuelo, la cigüeña, descolgándose el bolso de viaje, lo entregó también a la Soberana. Contenía cucuruchos de grageas y peladillas, que fueron repartidas entre las princesitas. A la mayor no le dieron nada; pero, en cambio, recibió por marido al alegre sastrecillo.
- Me hace el mismo efecto - dijo éste - que si me hubiese caído el premio gordo de la lotería. Razón tenía mi madre al decir, como de costumbre: "Con la confianza en Dios y la suerte, todo puede conseguirse".
El zapatero confeccionó los zapatos con los cuales el sastre bailó el día de la boda, y luego recibió orden de salir de la ciudad. El camino del bosque lo condujo al patíbulo, donde se tumbó a descansar, agotado por la rabia, el enojo y el calor del día. Al disponerse a dormir, bajaron los dos grajos posados en las cabezas de los ajusticiados y le sacaron los ojos. Entró en el bosque corriendo como un loco, y seguramente murió de hambre y sed, puesto que nadie volvió a saber jamás de su paradero.
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